Durante más de siete décadas, el comercio internacional se ha apoyado en un conjunto de reglas compartidas, instituciones arbitrales y la idea fundacional de que todos los países perseguían los mismos objetivos y jugaban con el mismo tablero. El multilateralismo, imperfecto pero útil, ofrecía estabilidad, predecibilidad y una arquitectura jurídica para resolver disputas. Ese mundo ha dejado de existir.
La globalización que conocimos desde los años 90, por otra parte, ha entrado en una fase de transformación radical. No se ha desmoronado, pero ya no se rige por principios universales, sino por relaciones asimétricas, presiones bilaterales y amenazas implícitas. Se está reorganizando en torno al poder, no al consenso.
Estados Unidos, durante décadas el arquitecto y beneficiario principal del orden multilateral, ha decidido reconfigurar las reglas. No por capricho, sino por necesidad estratégica. Su hegemonía, aunque todavía intacta en las esferas financiera y militar, enfrenta un desafío sistémico: el ascenso de China.
Pekín ha dejado de ser el “taller del mundo” para convertirse en un actor hegemónico en puntos clave de la cadena de suministro global. Controla sectores críticos como las telecomunicaciones, los productos químicos intermedios, la electrónica de consumo, la robótica y la minería estratégica. Domina el tráfico marítimo mundial y el control de puertos. Apunta a convertirse en potencia hegemónica en el entrenamiento de modelos de inteligencia artificial. Además, amplía su influencia política y económica en Asia, África y América Latina con una lógica de inversión directa, sin condicionalidad política.
Frente a este ascenso, Estados Unidos ya no busca eficiencia, sino resiliencia. El brutal ejemplo de Alemania, que vio como colapsaba su economía cuando Rusia decidió cortar de raíz el flujo de gas natural, no ha pasado desapercibido para los líderes norteamericanos. El país ha pasado del "just in time" al "just in case". Lo que está en juego no es solo el crecimiento, sino la seguridad económica. Washington quiere asegurar el acceso a tecnologías críticas, recuperar capacidad industrial y no depender de un rival estratégico para sus suministros vitales. En ese marco, el multilateralismo deja de ser útil. Las normas compartidas se convierten en freno. Las instituciones arbitrales se perciben como inoperantes. Y la política comercial pasa a formar parte de la política de defensa.
Lo que está emergiendo no es un nuevo consenso, sino una forma de vasallaje económico. Para lograr seguridad en los suministros se debe priorizar el “reshoring” o, en su defecto, el “friendshoring”. Las instituciones multilaterales cada vez jugarán un papel más anecdótico. Están apareciendo dos grandes señores feudales: Estados Unidos y China. El señor feudal exige fidelidad absoluta a sus vasallos, tributos periódicos y disponibilidad permanente. A cambio, ofrece protección, acceso a los recursos del señor y autonomía política interna.
Como en Juego de Tronos, las naciones deben elegir a qué señor servir. No hacerlo también es una elección, pero con consecuencias. La Unión Europea aspira a actuar como potencia intermedia, como una bisagra entre bloques. Pero su dependencia energética, digital y militar reduce su autonomía real. India quiere mantener su equidistancia, pero también será forzada a alinearse en cuestiones críticas. América Latina, África y el sudeste asiático serán territorios en disputa, no árbitros del sistema.
La consecuencia más probable es la fragmentación estructural del comercio global. Aparecerán dos bloques tecnológicos, dos sistemas de pagos, dos reservas de valor y dos arquitecturas regulatorias paralelas. Cada una priorizará principios distintos: una, las libertades individuales; la otra, la estabilidad y el control social. Ambas tendrán ventajas. Ninguna será perfecta.
Este nuevo orden no está siendo anunciado. Se está imponiendo. Las decisiones ya no se toman en Ginebra, Bruselas o Nueva York. Se toman en llamadas bilaterales, cartas de advertencia, listas negras y acuerdos condicionales. Los viejos tratados están siendo reemplazados por pactos temporales, dependientes de la voluntad del señor.
El multilateralismo no ha muerto oficialmente. Pero ha sido vaciado desde dentro. En su lugar, emerge una arquitectura de lealtades forzadas, privilegios selectivos y dependencia estratégica. El poder ya no se comparte. Se ejerce.
El invierno ya ha llegado. Pero esta vez no se combate con espadas, sino con aranceles, chips y contratos de suministro. Esta lógica geoestratégica, además, se extenderá más allá del mandato de Trump, porque Estados Unidos realmente no tiene más opciones viables para frenar el ascenso de China. Y el resto del mundo tendrá que aprender a vivir bajo esa tensión estructural.